Uno de mis fragmentos favoritos de ‘El corazón de las tinieblas’ está al comienzo, justo antes de que se inicie la verdadera narración: Marlowe evoca ante sus compañeros a los primeros soldados romanos en el Támesis, en la boca de las tinieblas de su tiempo

—Pensaba en épocas remotas, cuando los romanos llegaron aquí por primera vez, hace mil novecientos años, el otro día… La luz emanó de este río desde ¿los tiempos de la caballería andante dicen ustedes? Sí, como un fuego arrasando una llanura, como un relámpago iluminando el cielo. Vivimos en ese parpadeo, ¡ojalá perdure mientras gire esta vieja tierra! Sin embargo, la oscuridad reinaba aquí ayer mismo. Imaginen las emociones del comandante de una de esas excelentes… ¿cómo se llamaban?… trirremes, en el Mediterráneo, al que se le ordenara de pronto dirigirse hacia el norte; atravesar por tierra las Galias a toda prisa y ponerse al mando de una de esas embarcaciones que, si hay que dar crédito a los libros, los legionarios construían a cientos en un mes o dos (debió de tratarse de hombres extraordinariamente diestros). Imagínenlo aquí, el mismísimo fin del mundo, un océano del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como pueda serlo un acordeón, remontando el río con mercancías, pedidos comerciales o lo que prefieran ustedes. Bancos de arena, marismas, bosques, salvajes. Muy pocas cosas que un hombre civilizado pudiera comer, nada salvo el agua del Támesis para beber. Ni vino de Falerno, ni posibilidades de acercarse a la orilla. De vez en cuando, un campamento militar perdido en la espesura como una aguja en un pajar (frío, niebla, tempestades, exilio, muerte), la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Aquí debieron de morir como moscas. Oh sí, lo hizo, y muy bien además, sin pensar demasiado en ello, excepto tal vez más tarde para fanfarronear de lo que en su día había tenido que pasar. Eran lo bastante hombres para enfrentarse a la oscuridad. Y quizá, si tenía buenos amigos en Roma y era capaz de sobrevivir al terrible clima, se animara pensando en la posibilidad de ser trasladado más tarde a la flota de Rávena. O piensen en un joven y honrado ciudadano vestido con una toga (tal vez demasiado aficionado a los dados, ya saben lo que quiero decir), llegado hasta aquí en la comitiva de algún prefecto o recaudador de impuestos o incluso de un comerciante, con la esperanza de rehacer su fortuna. Desembarcar en una zona pantanosa, atravesar bosques y, en algún campamento del interior, sentir cómo la barbarie, la más pura barbarie, se abate sobre él; toda esa vida misteriosa de la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en el corazón de los salvajes. No existe la iniciación a esos misterios. Debe vivir en mitad de lo incomprensible, que es a la vez detestable, y tiene además poder de fascinación, una fascinación que empieza a hacer efecto en él. La fascinación de lo abominable. Imagínense los remordimientos crecientes, las ansias de escapar, la impotente repugnancia, la claudicación, el odio.

Hizo una pausa.

—Dense cuenta —volvió a empezar, extendiendo el brazo con la palma de la mano hacia fuera, de modo que, con las piernas cruzadas, adoptaba la pose de un Buda que predicara vestido a la europea y sin flor de loto—. Dense cuenta de que ninguno de nosotros sentiría eso exactamente. A nosotros nos salva la eficiencia, la devoción por la eficiencia. Pero aquellos tipos en realidad tampoco debían de valer mucho. No eran colonizadores; sospecho que su administración no era más que una tenaza. Se trataba de conquistadores, y para eso no hace falta más que fuerza bruta, nada de lo que uno pueda enorgullecerse, pues esa fuerza no es más que un accidente, resultado tan solo de la debilidad de los otros. Cogieron lo que pudieron coger, únicamente por el valor que pudiera tener. Fue solo robo con violencia, asesinatos a gran escala con agravantes. Y unos hombres que se aplicaron a ello ciegamente, un modo muy adecuado para aquellos que deben hacer frente a las tinieblas. La conquista de la tierra, en la práctica, significa arrebatársela a aquellos que tienen otro color de piel o narices un poco más aplastadas que las nuestras, y eso no resulta nada agradable cuando uno se para a pensarlo detenidamente. Tan solo la idea lo redime. Tener detrás una idea, no una pretensión sentimental, sino una idea. Y una creencia desinteresada en la idea, algo a lo que poder adorar, ante lo que inclinarse y a lo que ofrecer sacrificios…

Se detuvo. Por el río se deslizaban luces como pequeñas llamas: verdes, rojas, blancas, persiguiéndose, adelantándose, reuniéndose y cruzándose unas con otras, para separarse a continuación lentamente o con gran rapidez. El tráfico de la gran ciudad continuaba por el ajetreado río mientras caía la noche. Nos quedamos mirando, esperando pacientemente, no teníamos nada que hacer hasta que terminara de subir la marea; solo al cabo de un largo silencio cuando, con algo de vacilación en la voz, dijo: «Supongo, caballeros, que recordarán ustedes que durante un tiempo fui marinero de agua dulce», nos dimos cuenta de que estábamos condenados a escuchar una de las poco convincentes aventuras de Marlow antes de que empezara el reflujo.

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